No me producía ninguna
aprehensión la idea de abortar. Me parecía, sino fácil, al menos factible; que
no era necesario tener ningún valor especial para hacerlo. Era una desgracia
muy común. Bastaba con seguir la senda por la que una larga cohorte de mujeres
me había precedido. Desde la adolescencia había ido acumulando relatos
relacionados con el aborto. Los había leído en las novelas o se los había oído
contar en voz baja a las vecinas del barrio. Había ido adquiriendo un vago conocimiento
sobre los métodos que podían utilizarse: la aguja de hacer punto, el peciolo de
perejil, las inyecciones de agua jabonosa, la equitación. Pero la mejor
solución era encontrar un médico “clandestino” o una de esas mujeres a las que
se designaba con el nombre de “aborteras”. Sabía que ambos cobraban mucho, pero
no tenía la menor idea de cuáles eran sus tarifas. El año anterior, una joven
divorciada me había contado que un médico de Estrasburgo la había ayudado a
abortar. No me dio ningún detalle, solo me dijo que le había dolido tanto que
había tenido que agarrarse al lavabo. Yo también estaba dispuesta a agarrarme
al lavabo.
Annie Ernaux – El acontecimiento
La traducción es de Mercedes y Berta Corral; la fotografía,
de Jordi Ruiz Cirera.