…soy
un currante que me levanto, desayuno y me voy al trabajo. Y los domingos, que
es mi día de suerte, me rompo el alma y me desangro si hace falta por cumplir
con mi labor. Y, a veces, alguien me insulta, me dice hijo de puta, cabrón
porque para él no soy más que un gladiador, un animal sudoroso que en esos
instantes está muy por debajo (según su parecer) de su status laboral y social,
pero yo lo acepto, yo agacho la cabeza y no me paro a pensar, y marco a mi par
allá donde vaya, y hay veces que me pesan las piernas más de lo que desearía
porque acabo de salir de una lesión, porque estoy griposo o porque me ha
sentado mal la comida, y entonces ellos me chillan o (peor aún) se mofan de mí.
Yo les conozco a la mayoría. Cuando voy por la calle me saludan, me palmean la
espalda y se vanaglorian de mi amistad ante sus conocidos. Soy alguien
importante para ellos. Ignoro si es el despecho, la envidia o tan solo una
característica innata del espectáculo del fútbol, la razón por la que se ríen
de mí cuando fallo algún balón. Es entonces, en esos temperamentales momentos
cuando me llegaría hasta ellos y les diría que yo nunca, oídme bien, nunca me
cambiaría por vosotros, que este sudor que veis brotando por todos mis poros me
satisface más que vuestra barriga, ebria de alcohol y de grasas, que estoy más
feliz encerrado y sin dinero que con ese sueldo de funcionarios aburridos que
transforma vuestro rostro en una mueca insulsa y desangelada
A
mediados de los ochenta, Manuel Vicente González escribió un diario que llamó Fuera de Juego (Diario de un futbolista
encerrado). Por entonces, el CD Badajoz, en el segundo grupo de la Segunda División
B, no tenía pretemporadas, pero sí a varios deportistas que conocieron las consecuencias
de unos directivos, unos políticos, una afición y una prensa deportiva idéntica
a la de hoy en día, puestos en su contra. Los jugadores presionaron con un
encierro en una antigua sala de prensa de El Vivero para intentar conseguir el
pago de las fichas y seis meses de sueldo atrasado. Se podía haber titulado Fuera del campo y el contenido del
diario no se explicaría mejor, pero, al menos hubiera evitado creer que era el
título lo que me hacía buscar relaciones con la novela casi homónima.
Dedico
parte de mi tiempo a seguir este deporte. El profesional, el amateur y sobre todo
el fútbol base de mis dos hijos. Creo que no entendería nada o casi nada de lo
que ellos sienten cada día si yo mismo no hubiera pasado mi infancia y parte de
mi adolescencia calzado con botas. Cuando oigo decir que los padres no deberían
hacerles creer a sus hijos que van a llegar a ser sus propios ídolos sé que
quien expresa esta opinión es alguien que nunca ha entendido el fútbol y, lo
que es peor, la infancia. Lo que no podemos hacer es que los niños no se crean
Messis madrileños, Benzemás diegocostistas, Iscos sevillanos, Michus
esportinguistas, Pitis rubios, Óliveres vascos, Muniaines de metro ochenta y
cinco. Porque es imposible. Porque lo son y porque lo seguirán siendo mientras
los balones existan.
En
la novela, Conchi no consigue que Fichu no imite a Zamorano cada vez que se
viste con una camiseta del Real Madrid. Pili no consigue que Noe actúe como una
chica. Ni su padre, ni una escayola, ni no ser vasco hacen desistir a Koldo
de viajar a Lezama para probar con la cantera del Atletic.
Fuera de juego transcurre en la temporada 94-95. Rodeado de
urbanizaciones, cruzado por carreteras rectas, bordeado por los ríos Trueba y Nela,
lleno de campos cultivados con cereales y lechugas, Medina de Pomar es un
territorio que visitó Carlos V en su camino hacia Yuste. Tan real como ese dato
es el conflicto entre el mundo adulto y el mundo infantil que en la novela se desarrolla de principio a fin. La leo como si asistiera a una eterna lucha, representada en
un teatro con cambios de escenario y un diálogo continuo. El edificio con
planta en forma de U, la piscina seca con forma de lágrima, aulas de colegio,
pisos de Protección Oficial, telefonillos a los que los chicos llaman para
buscarse unos a otros. Y un bar casi siempre vacío por el que pasan botellines
de cerveza, cargadores de café, barajas, tragos de vermú y ceniceros de
hojalata para los adultos. Y toda la carga social del contrapunto que
representan los vasquetis, los
veraneantes que llegan al pueblo y son la quiniela de los que allí viven con
muy poco o con un balón para todos.
He
dicho que los adultos no entienden a los niños, que el exterior no entiende el
interior, que la Estratosfera no entiende a la Corteza Terrestre. Que estás dentro
del juego o estás fuera. Que, solo mientras lo ves o lo recuerdas, tu parte
adulta toca tu flanco infantil. Que se olvida algo tan sencillo como que en el
fútbol está prohibido el uso de los brazos y manos, de las extremidades con las
que se alcanza el mayor grado de precisión, rendimiento y destreza por algo
más que para igualarnos con los monos. Y, por esa razón, lo que más le preocupa a los adultos
de la novela es que el vidrio de los escaparates se salve del balón. Por eso Catino,
el mecánico, raja el Mikasa que cae en su taller. Para que los niños no se
confundan. Para que escarmienten. Para que dejen de creer en lo que no existe.
Para que se domen. Para que leviten. Para que puedan ser aspirados por la Estratosfera
cuanto antes. Si se espera demasiado tiene que hacer muchos esfuerzos para
absorber la rebeldía de los que no conciben ser adultos mediocres.
Y
si el fútbol se jugase con ambas manos, sería lo mismo. Si nos paramos a pensar,
nos daremos cuenta de que lo que nos ha engullido a todos, incluido a lo
futbolístico, es la dialéctica comercializante. Todo se ve como un medio para
hacerse rico. Lo demás no sirve. Por eso mismo he vuelto a pensar en ambos
libros a la vez. Porque en uno veo a los niños antes de dejar el fútbol de lado
y en otro a los que se enfrentan a La Industria.
Pero
tampoco los chicos dominan el mundo de los adultos. La pregunta que Fichu lanza
al aire sobre Catino -¿Por qué es así,
mamá? ¿Por qué no nos deja jugar?- es clave. Es la más clara e ingenua
muestra de ese desconocimiento. La Corteza Terrestre está tierna, tampoco
entiende a la vieja Estratosfera que son sus padres. Pero eso es lo lógico. Eso
es lo que van aprendiendo los chicos en la novela, a salir al mundo de los
adultos diciendo Señor, deja de joder con
la pelota.
¿La
esperanza?: El abuelo de Salva -el chico del reloj Casio, el chico de las
gafas, el chico monaguillo-, porque es un punto de contacto entre ambos mundos.
Cuando le entrega unos recortes que hablan de Chus Pereda, un ídolo olvidado,
un chico del pueblo que llegó a la élite del fútbol, parece decir: “Yo también
quise ser como vosotros”. Y se lo dice a todos los niños y a todos los adultos
que forman parte de la novela. Me lo dice a mí como niño y a mí como padre. Te
lo dice a ti, al que nunca te dejaron ser una cosa ni conseguiste aprender a
ser la otra.