Hace unos días, y después de leer La mesa puesta, Jesús Ortega escribió lo que, según me dijo, es una nota de lectura. Habían transcurrido unos meses, su blog estaba cerrado por trabajo [un nuevo libro] y fue una alegría doble ver cómo y por qué volvía a abrirlo. En privado comentamos algunas cosas más sobre La mesa [algunos errores] en las que estuvimos de acuerdo y que se pueden resumir con una frase parecida a que el futuro guarda sorpresas para quien es impaciente. Así que hago caso a la última frase de su nota e intento cargarme de serenidad. De momento, no pretendo otra cosa que estarle muy agradecido.
Me siento un poco raro volviendo a escribir en el blog, después de tanto tiempo. Es como si regresaras a tu casa intacta y cerrada tras un largo viaje. Lo primero es abrir las ventanas para que se vaya ese extraño olor. Ir familiarizándose con los espacios. Las maletas se quedarán unos días en el pasillo, para que cumplan su función y conecten mágicamente la vida que se dejó y la que se retoma.
Algún día tenía que ser. Por ejemplo, ahora que acabo de leer un libro de relatos de Manuel Abacá, La mesa puesta.
Sé muy bien que, en literatura, nunca hay que confundir al narrador con el escritor. Pero en medio de ese complicado juego de desdoblamientos que se establece entre uno y otro, los lectores son libres de imaginar cosas. Leyendo La mesa puesta (algunos de cuyos personajes se llaman también Abacá) se me ocurre, por ejemplo, que el Abacá que asoma por estas páginas como protagonista o como narrador quizá pudiera tener en común con el Abacá escritor un mismo origen social. Se me ocurre que el Abacá de carne y hueso tal vez sea de esos escritores que han (que hemos) crecido en entornos donde no había una nutrida biblioteca familiar, ni cultura burguesa, ni dinero para adquirirla. Forman (formamos) una minoría, en cierto modo reconocible, con rasgos y actitudes compartidos, aunque con resultados personales muy distintos. Este tema es interesante, daría mucho que hablar. En otra ocasión.
En los relatos de Abacá hay obreros, hijos que van a la mili, mujeres que hacen trabajos de costura en casa, niños que juegan al fútbol en la barriada, bares de pueblo, discotecas, vías del tren adonde irse a fumar un porro por la noche, amigas que no acaban de convertirse en novias. Hay, sobre todo, una actitud alerta hacia las pequeñas tristezas, tan fina que es capaz de intuir reverberaciones de catástrofes invisibles en la tersa superficie de lo cotidiano.
Los narradores intentan modestos recuentos del fracaso, de la ternura o de la supervivencia. Una lucidez en clave menor. Me gusta la elusiva levedad con que los sensibles narradores de Abacá abordan los problemas. (A veces, demasiado leve, todo hay que decirlo.) No se ven los golpes, sino la remota huella que dejan en el alma. O, dicho de otra manera: más que heridas, hay rasguños. Eso no quiere decir que duelan menos.
El humo de los bares ha dado paso al cuchillo de aire frío que silba en la noche como si fuera una esquina. Se acercan a la estación de trenes. La carretera solitaria que parte la comarcal es una cinta negra con una farola al fondo. Sus luces marcan tres conos de niebla naranja. Hombro con hombro, caminan apretando el paso, las cabezas algo pesadas por el alcohol, mirando hacia la claridad y fumando. Parecen dos insectos con los cuellos de las cazadoras alzados, dos luciérnagas que quisieran ser polillas y buscaran claridad.
("Deseos")
Sigue escribiendo, Abacá.
La fotografía es de Dimitri Stefanov.
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