Después de todo, en nuestro rincón de
costa atlántica, en menos de diez años bastante poblada, aunque chapuceramente,
por miles de casas baratas de vacaciones trasplantadas sin pausa a las dunas,
en lugar de árboles, desde La Faute-sur-Mer hasta Jard-sur-Mer y Talmont,
pasando por La Tranche y Longeville, algunas fortunas habían caído como abandonadas
ahí por el mar, sobre la playa. La Trance-sur-Mer, que no era más que una aldea
que el viento barría por detrás de sus playas, bruscamente se había convertido
en ese muestrario disparatado y pretencioso que habría querido competir con
Saint-Jean-de-Monts o Pornic: había hasta un casino, construido muy cerca del
mar (cada invierno había que ir a agregar rocas para impedir que se derrumbara),
y autos se le habían vendido a todo el mundo, desde el albañil hasta el farmacéutico,
desde el electricista hasta el vendedor de muebles, y en verano mientras duraba
la temporada, dado que con Roy de L’Aiguillon éramos el único surtidor de
nafta, ya no parábamos. El abuelo iba a cumplir sus sesenta y cinco años ese
año, y nunca se había planteado la cuestión: para él, ese trabajo de toda una
vida, el edificio y la casa, todo aquello iba a continuar con el hijo. Tal vez
tenían conversaciones, si convenía ir a establecer su dormitorio y su sala de
estar en otra parte, dejar también al hijo la casa con la puerta que daba de la
cocina al taller, cuando mi padre les anuncio que Citroën le ofrecía una
concesión: igual que Murs o Guénan, y para mi abuelo ya sin duda era demasiado
grande para pensarlo. Estaría orgulloso de eso, unos años después. Citroën
envía a mi padre a formarse, durante dos meses, A Saint-Brieuc, en un taller de
mejor tamaño. Le ofrecen garajes, en La Réole o
Loudun, de los que pronto se disuade porque el competidor con Peugeot
también es alcalde de la ciudad.
François Bon – Mecánica
La traducción es de Ariel Dilon; la fotografía, de Ilya
Kovrikov
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