domingo, 8 de febrero de 2009

Diario: Sábado, 7.II.2009

Brunete. Pensó que D. no jugaría pero se confundió. Habían apartado la capa de nieve y, arrastrada, la goma negra del césped artificial. Un cordón flaco de virutas y nieve, contra los muros y vallas de anuncios. Si hicieran un muñeco de nieve, botaría, pensó. Un muñeco negro.
Faltaba una hora para el partido. Se fue con R. hasta un parque. Le ayudó a quitar el hielo del punto bajo de un tobogán. Una capa gruesa que tiró al suelo y pisó, mientras él se sentaba en un banco para apuntar con colores sobre las hojas de Prosas apátridas. Algunos párrafos eran tristes. Hablaban de niños y viejos. No sabría decir si Ribeyro lo habría sido. Triste, quería decir. Al menos, hacía sol. Miraba a R. guiñando el mismo ojo siempre. Cada minuto. Una x en el párrafo que le gustaba. El margen como una quiniela. Un charco nuevo que se rompía. Ten cuidado, te vas a cortar con el hielo, repitió poco convencido. Te vas a mojar. Eso, sí. Pasó media hora. Poco tiempo. Lo justo para que R. tuviera las manos rojas como las de un pescadero sin guantes. Las cogió para mirárselas. No tenía cortes. No tenía escamas ni las uñas limpias. Se las secó con un clínex que olía a menta. Se las metió en los bolsillos y le dijo que las dejara allí. Le entrarían en calor antes de llegar al partido.
Algunos niños tenían camisetas de mangas cortas. El reflejo del sol en los asientos de plástico azul vacíos. Llenos de nieve. R. masticó palomitas prestadas, sin mirar el juego. Gritos que hacían eco en los dos campos. El golpe del balón contra los tubos huecos de la portería le gustó. Luego, otro traspasó las gradas. Las palmeras sobresalían al otro lado, tapando el horizonte. Se quedó pensando en esa pelota. Si habría caído dentro de algún chalé. Miró los montones de nieve y se le ocurrió entonces. Quizá por lo triste de aquel libro. Cuando la nieve se derritiera, solo quedaría lo negro en el montón. Así era un viejo: como un muñeco de nieve y goma que dejaba de botar.

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