domingo, 30 de enero de 2011

La mesa puesta en El Síndrome Chéjov.



Los primeros archivos históricos que abrieron en España son de mediados del XIX. Es decir, Chéjov los pudo conocer. Lo que no existía entonces era el fenómeno blogger. Para mí, el archivo de El síndrome Chéjov es de los mejores, de los más cuidadosos a la hora de dar opiniones y hacer entrevistas que yo conozca.
Las entradas de hace cinco años coinciden cronológicamente con mi interés por el cuento. Ahora, también La mesa puesta forma parte de ese archivo. Me doy cuenta de que, más que en un lugar histórico, está en un blog muy vivo; en un blog que, como ciertos jardines, parece seguir lo que Chéjov recomendaba aplicar a un texto: mantenlo limpio. Y me alegro por ella.
La fotografía pertenece a enric sirera.

martes, 25 de enero de 2011

Íñigo Gurruchaga: Scunthorpe hasta la muerte. El extraordinario viaje por los campos de fútbol ingleses de Alex Calvo-García


Trazados alternativos
Alex Calvo-García estudió calderería mientras aprendía fútbol. Su padre ensamblaba las distintas partes de los vagones CAF y el destino de su hijo apuntaba a la repetición, parecía resuelto, despejado de incógnitas.
Sin embargo, la ecuación de Alex se complica porque desde pequeño le pega bien al balón. Da toques fulgurantes, toma decisiones rápidas, su cuerpo encuentra posiciones para el remate más difícil. Y cuenta con otro don: un gran angular bajo la frente que le permite adivinar antes que la mayoría las jugadas futuras. En ese futuro, por supuesto, no entra formar parte de la Compañía Auxiliar de Ferrocarriles. Encaja parecerse a Kevin Keegan, el jugador menudo y valiente al que una monja le enseñó a jugar.
La historia futbolística de Alex, sin embargo, comienza lejos del Doncaster de Keegan. Lo hace en Ordizia, a partir de una familia emigrante de un pueblo de Cáceres. Durante los años anteriores a marchar rumbo hacia Scunthorpe, García –apodo pronunciado Garsíe por los aficionados ingleses-, pasó por el Ordicia, los juveniles de la Real Sociedad, el Baesain y, ya en 1994 y en Segunda División, por el Eibar. Después, perdió su empleo en el mismo año en el que el futbolista Jean Marc Bosman recordaba, demandando al Lieja, que los trabajadores podían circular libremente por los estados miembros de Europa. Es decir, es el momento en que se abre el panorama presente del fútbol profesional.
Siempre existirán libros que despierten prejuicios. A unos les multiplicarán los méritos; a otros, no les reconocerán los suyos. El fútbol es tema poco meritorio. Quizá se pueda interpretar que la historia de Alex Calvo-García se cuenta por dosis para evitar molestias. Pero no. Lo que ocurre con este libro de Iñigo Gurruchaga, corresponsal londinense de El Norte de Castilla desde hace dos décadas, es que explica el fútbol para el que no lo pretende entender exclusivamente como un mundo de iconos imberbes y multimillonarios. El libro, por esa misma razón, no es un camino, es un desvío, triangula para avanzar. Y, en parte, es la triangulación la que mantiene despierto el interés por seguir la peripecia de Alex.  
Los orígenes familiares del jugador, los del fútbol como entretenimiento de masas en unas ciudades inglesas que la Revolución Industrial llena de obreros, un viaje literario y otro cinematográfico a Scunthorpe, son algunos puntos de esta geometría.
El centro lo ocupa un hombre que no ha nacido para ganar por tres cuerpos de ventaja, pero obtiene un premio mayor que el primero en cruzar la meta. En el fútbol inglés existe un método para promocionar entre divisiones aparentemente extraño. Los tres primeros clasificados ascienden directamente a la categoría superior y los cuatros siguientes compiten en dos semifinales. Los vencedores de ambas disputan su plaza en Wembley. Alex jugó en Wembley defendiendo al Scunthorpe, marcó el tanto del ascenso y se convirtió en un ídolo desconocido en el mundo entero. Este libro habla de ese gol y de quien lo marcaba, pero también de la gente “del montón” que ejemplifica mejor que nadie lo que vivimos y pasa desapercibida una y otra vez.

martes, 11 de enero de 2011

Christine Arnothy: Tengo quince años y no quiero morir.



El que corre para salvar su vida
Si volaban todos los puentes que salvaban el río, no se podría cruzar de un lado al otro de la ciudad. Si, además, el río se encontraba helado, sería el agua del cauce obstruido la que tendría imposible continuar por él. Entonces, los embarcaderos y los sótanos de la ribera comenzarían a inundarse. Christine Arnothy sobrevivía en uno cuando algo muy parecido le ocurrió. Paradójicamente, había pasado sed continuamente.
Son los últimos momentos de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Alemania suelta sus garras de Budapest, los soviéticos les relevan en una ciudad que se encuentra sin nexos para atravesar el Danubio. 
Christine, una adolescente en aquellos momentos, ve muertos y violaciones por primera vez. Siente hambre, usa velas para leer a Balzac, se quema el pelo con la llama, aprende que los caballos pueden sentarse cuando están exhaustos. Cómo roen la madera, hambrientos. En el diario anota todo lo que pasa por su cerebro antes de filtrarlo en este libro, premiado en 1955. Con los cadáveres de los soldados alemanes aún en las calles, buscando tranquilidad, marcha con sus padres a una casa de campo, cruzando un puente ferroviario de madera, flotante y dubitativo.
Todavía en la atmósfera opresiva de Budapest se preguntaba cómo habría acabado si la casa donde se refugiaban se hubiera construido como una moderna, si hubiera tenido los muros de cartón. Se acostumbró entre cuatro de ellos a saber que la noche llegaba de la mano de los bombardeos aéreos. Era su forma de separar el día de la noche.
Durante tres años, vive al borde del lago Balaton. Después, las persecuciones vuelven con nuevos bríos, con distintos ejecutores y tiene que cruzar la frontera, en dirección a Viena. De nuevo junto a sus padres, lo hace borracha en esta oportunidad.
El guía que les ayuda, un campesino bajo y regordete, sostenía que sin beber todo el mundo tenía miedo. Y él no podía hacer nada con y por gente atemorizada. Tampoco con quien no corriera lo suficiente. El padre de Christine tenía sesenta años y se quejó ante las exigencias del guía. El campesino le da entonces un remedio para recuperar la juventud. El que corre para salvar su vida no tiene edad, le dijo, ajustándose el cinturón para emprender la marcha. El rostro de Arnothy sostenía una sonrisa de oreja a oreja. El vino estaba caliente y sabía a especias.


La fotografía es de Javier Martín.