Llevo años
impartiendo la asignatura de Ética en la Escuela de Entrenadores de Fútbol de
Bizkaia y siempre ofrezco el mismo recorrido argumental a mis alumnos. La
primera cuestión que planteo es qué es el fútbol. Vemos que, en esencia, en
última instancia, es un conjunto de reglas. Es decir, un juego. Entonces nos
preguntamos cual es el objetivo en un juego. La respuesta es fácil: ganar.
Queda elaborado así el silogismo: si el fútbol es un juego, y el objetivo de un
juego es ganar, el objetivo del fútbol ha de ser ganar. Esto parece una
obviedad, pero no lo es tanto en un mundo en el que abundan los discursos
vacíos, las palabras hinchadas sobre valores, argumentos que en realidad se
temen poner sobre papel porque nos daremos cuenta de que son realmente difusos.
En cualquier
caso, el problema de esta aparente obviedad de que el fútbol es un juego y el
objetivo es ganar es que no es verdad. El objetivo del fútbol no es ganar,
porque el objetivo de un juego no es ganar. O mejor dicho: lo es, sí; pero
“cuando ya se está jugando”. Porque en realidad la razón de todo juego es, como
el de un organismo vivo, pervivir, seguir existiendo, que se siga jugando. La
razón de ser de la pelota es rodar, no ser golpeada, ni siquiera a la red.
Entonces, el
objetivo del fútbol ha de ser el de seguir siendo jugado. He ahí una definición
de un fútbol humanista: aquel que establece las condiciones para que los
jugadores quieran seguir practicándolo. Por eso corresponde a los que forman
parte del fútbol tener un comportamiento que haga honor al juego. Porque si se
hacen trampas, si se busca la victoria a toda costa, si se pasa por encima de
los rivales y compañeros y árbitros, llegará un momento en el que nos demos
cuenta de que realmente no merece la pena jugar a este juego que se ha pervertido,
que no divierte, que no fascina, que no seduce, que está corrupto.
Galder Reguera
– Hijos del fútbol