miércoles, 11 de marzo de 2009

Grace Paley: Deseos


Paley. Descubrí este cuento en una antología prestada. Lo que siguió fue comprarme sus Cuentos completos, publicados por Anagrama. De los 44, leí 6. Creo que la razón estuvo en que esperaba puñados de cuentos como Deseos, y me faltó d-i-s-c-i-p-l-i-n-a para seguir buscándolos. Sinceramente: creo que no los hay. No es fácil.
Paley murió hace año y medio, y el marcador sigue con el mismo resultado, en esa media docena de cuentos leídos. Ahora, entre sus hojas, está una necrológica que escribió Rodrigo Fresán. Es lo único que ha cambiado tras su muerte. No solo me refiero al avance de mi lectura. Yo también quiero hacer algo más que leer, otras cosas que las que estoy haciendo. El tiempo pasa.
De momento, como un intento de sacarme ese pensamiento tópico, autocomplaciente y destructivo de la cabeza, queriendo no ser más dramático de lo necesario, copio este cuento, este gran cuento, en el que como todo buen escrito es más lo que se insinúa que lo que se dice. Y se dice mucho.


Vi a mi ex marido en la calle. Estaba sentada en las escaleras de la nueva biblioteca.
Hola, mi vida, dije. Habíamos estada casados veintisiete años, así que me sentía justificada.
Él dijo, ¿Qué? ¿Qué vida? La mía desde luego que no.
Y yo, Bueno. No discuto cuando hay verdadera discrepancia. Me levanté y entré en la biblioteca a ver cuánto debía.
La bibliotecaria dijo que treinta y dos dólares en total, y lleva usted debiéndolos dieciocho años. No negué nada. Porque no entiendo cómo pasa el tiempo. He tenido esos libros. He pensado con frecuencia en ellos. La biblioteca sólo queda a dos manzanas.
Mi exmarido me siguió a la sección de devolución de libros. Interrumpió a la bibliotecaria, que tenía más que decir. En varios sentidos, dijo, cuando miro hacia atrás, atribuyo la disolución de nuestro matrimonio al hecho de que nunca invitaste a cenar a los Bertram.
Es posible, dije. Pero en realidad, si recuerdas: primero, mi padre estaba enfermo aquel viernes, luego nacieron los niños, luego tuve aquellas reuniones de los martes por la noche, luego empezó la guerra. Luego, era como si ya no les conociésemos. Pero tienes razón. Debería haberles invitado a cenar.
Entregué a la bibliotecaria un cheque de treinta y dos dólares. Confió plenamente en mí, se echó a la espalda mi pasado, dejó limpio mi expediente, que es exactamente lo que
jamás harán las otras burocracias municipales y/o estatales.
Pedí prestados de nuevo los dos libros de Edith Wharton que acababa de devolver, porque hacía mucho tiempo que los había leído y ahora son más oportunos que nunca. Los libros eran
The House of Mirth y The Children, que trata de cómo cambió la vida de Estados Unidos en Nueva York, en veintisiete años, hace cincuenta.
Una cosa agradable que recuerdo muy bien es el desayuno, dijo mi ex marido. Me sorprendió. Nunca tomábamos más que café. Luego recordé que había un agujero en la pared del armario de la cocina que daba al apartamento contiguo. Allí siempre tomaban tocino ahumado, curado con azúcar. Daba una sensación majestuosa a nuestro desayuno, aunque nosotros nunca llegáramos a quedar ahítos.
Eso fue cuando éramos pobres, dije.
¿Es que alguna vez fuimos ricos?, preguntó.
Bueno, con el paso del tiempo, a medida que nuestras responsabilidades aumentaron, ya no pasamos necesidades ni apuros. Tú lograste resolver los problemas económicos, le recordé. Los niños iban de colonias cuatro semanas al año y llevaban ponchos decentes, con saco de dormir y botas, como todos los demás. Tenían un aspecto espléndido. Nuestra casa estaba caldeada en invierno, teníamos unos cojines rojos muy lindos, y otras muchas cosas.
Yo quería un barco de vela, dijo. Pero tú no querías nada.
No te mortifiques, dije. Nunca es demasiado tarde.
¡No!, dijo con gran amargura. Puedo conseguir un barco de vela. La verdad es que tengo el dinero suficiente para una goleta, Me van muy bien las cosas este año, y creo que me irán aún mejor. En cuanto a ti, es demasiado tarde. Tú nunca desearás nada.
A lo largo de aquellos veintisiete años mi ex marido había tenido la costumbre de hacer comentarios hirientes que, como el desatrancador del fontanero, se abrieran paso oído abajo, bajaran por la garganta y llegaran hasta mi corazón. Y entonces desaparecía y me dejaba con aquella sensación de opresión que casi me ahogaba. Lo que quiero decir es que me senté en las escaleras de la biblioteca y él se fue.
Eché un vistazo a
The House of Mirth, pero perdí interés. Me sentía sumamente acusada. Qué le vamos a hacer, es verdad, ando escasa de deseos y de necesidades absolutas. Pero la verdad es que hay cosas que quiero.
Quiero, por ejemplo, ser una persona distinta. Quiero ser la mujer que devuelve esos dos libros en dos semanas. Quiero ser la ciudadana eficaz que cambia el sistema escolar y comunica al Comité de Presupuestos los problemas de este querido centro urbano.
Había prometido a mis hijos poner fin a las guerras antes de que fueran mayores.
Hubiera querido estar casada para siempre con las misma persona, bien mi ex marido, bien mi marido actual. Cualquiera de los dos tiene suficiente personalidad para llenar una vida, lo cual, si bien se mira, tampoco es tanto tiempo. En una vida breve no puedes agotar las cualidades del hombre ni meterte debajo de la roca de sus argumentos.
Esta mañana, precisamente, me asomé a la ventana para mirar un rato a la calle y vi que los pequeños sicomoros que el ayuntamiento había plantado soñadoramente un par de años antes de que nacieran los niños habían llegado a su plenitud.
¡Bueno! Decidí devolver aquellos dos libros a la biblioteca. Lo cual demuestra que, cuando surge una persona o un acontecimiento que me conmueve o me hace darme cuenta de mi propia valía, soy capaz de obrar de la manera adecuada, aunque sea más conocida por mis comentarios afables.


Notas.
La fotografía pertenece a gentl & hyers / edgreps.com
La traducción es de J. M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez.