martes, 11 de enero de 2011

Christine Arnothy: Tengo quince años y no quiero morir.



El que corre para salvar su vida
Si volaban todos los puentes que salvaban el río, no se podría cruzar de un lado al otro de la ciudad. Si, además, el río se encontraba helado, sería el agua del cauce obstruido la que tendría imposible continuar por él. Entonces, los embarcaderos y los sótanos de la ribera comenzarían a inundarse. Christine Arnothy sobrevivía en uno cuando algo muy parecido le ocurrió. Paradójicamente, había pasado sed continuamente.
Son los últimos momentos de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Alemania suelta sus garras de Budapest, los soviéticos les relevan en una ciudad que se encuentra sin nexos para atravesar el Danubio. 
Christine, una adolescente en aquellos momentos, ve muertos y violaciones por primera vez. Siente hambre, usa velas para leer a Balzac, se quema el pelo con la llama, aprende que los caballos pueden sentarse cuando están exhaustos. Cómo roen la madera, hambrientos. En el diario anota todo lo que pasa por su cerebro antes de filtrarlo en este libro, premiado en 1955. Con los cadáveres de los soldados alemanes aún en las calles, buscando tranquilidad, marcha con sus padres a una casa de campo, cruzando un puente ferroviario de madera, flotante y dubitativo.
Todavía en la atmósfera opresiva de Budapest se preguntaba cómo habría acabado si la casa donde se refugiaban se hubiera construido como una moderna, si hubiera tenido los muros de cartón. Se acostumbró entre cuatro de ellos a saber que la noche llegaba de la mano de los bombardeos aéreos. Era su forma de separar el día de la noche.
Durante tres años, vive al borde del lago Balaton. Después, las persecuciones vuelven con nuevos bríos, con distintos ejecutores y tiene que cruzar la frontera, en dirección a Viena. De nuevo junto a sus padres, lo hace borracha en esta oportunidad.
El guía que les ayuda, un campesino bajo y regordete, sostenía que sin beber todo el mundo tenía miedo. Y él no podía hacer nada con y por gente atemorizada. Tampoco con quien no corriera lo suficiente. El padre de Christine tenía sesenta años y se quejó ante las exigencias del guía. El campesino le da entonces un remedio para recuperar la juventud. El que corre para salvar su vida no tiene edad, le dijo, ajustándose el cinturón para emprender la marcha. El rostro de Arnothy sostenía una sonrisa de oreja a oreja. El vino estaba caliente y sabía a especias.


La fotografía es de Javier Martín.