sábado, 21 de febrero de 2009

Erri de Luca: Motedidio

Energía. Para empezar, tengo que admitir que, desde que leí El contrario de uno, Erri de Luca es una debilidad literaria, aunque no solo eso. De hecho, también siento debilidad por su persona. En una entrevista, dijo: El hecho de escribir antes o después de la jornada laboral me daba una satisfacción diaria: una parte de mis energías me la quedaba para mí, no la vendía. Esto que cuenta ocurría aún en 1996, siete años más tarde de que hubiera aparecido su primera obra. Entonces, tenía cuarenta y seis años, y seguía poniendo ladrillos con las manos que escribían por las noches.
¿Qué admiro de él? Que no haya considerado nunca la escritura como un trabajo. Era todo lo contrario, la parte de cada día que salvaba para mí, nada con lo que promocionar su ego. Y, además, me gusta que lleve pantalones vaqueros gastados, con el dobladillo descosido y visto -como si todavía creciera-, y un reloj de plástico en la muñeca sin rubor.
La paradoja de algunas personas con energía es que necesitan gastar energía para sacar la mejor parte para ellas, como el reverso metálico e indispensable de la misma moneda. Me gusta pensar que esa mima energía sobrante es la que hoy le lleva a practicar montañismo, aunque diga que la razón está en que, traductor, agnóstico y enamorado de la Biblia, mientras asciende, piensa en Noé, Moisés y Abraham. De todas maneras, la Biblia le interesó porque no tenía nada que ver con una literatura de mercado. La literatura siempre quiere acercarse al lector, cautivarlo. A esas historias parecía que no les importaba el lector.
Admiro a los escritores que no les importa el lector, admiro esa independencia. La independencia es uno de los sitios de donde un escritor puede sacar su energía para escribir algo que interese a ese lector sin importancia. Al menos, que le interese a un lector como yo.
Montedidio es una de sus novelas que más he disfrutado. Copio uno de sus fragmentos. También tiene que ver con la energía invertida en el trabajo y fuera del trabajo.

Está oscuro, aprieto la madera del bumerán. Maria lo conoce, sabe qué puede hacer. “Pero no lo haces volar. ¿Por qué no lo lanzas?” Porque lo podría perder. “De nada vale si no vuela.” No tengo respuesta, yo subo hasta aquí para cargar el estímulo de un solo lanzamiento. Una noche el brazo será fuerte y no lo podré parar y entonces el bumerán volará. Medito un poco y digo: “Tú tienes canarios en el balcón y no los haces volar, yo tengo prisionero en bumerán”. Ellos cantan, dice Maria. Éste silba, digo yo y le hago oír cerca del oído el viento que corta el lanzamiento. No se asusta, ríe. Maria me abre la mano que ciñe la madera, me toca los dedos, trago saliva. Está en sus manos, el bumerán. Cuánto pesa, dice, y me lo devuelve. ¿Pesa? Si es un ala de madera, ¿cómo va a pesar? Insiste en que pesa, y además abrasa. Entiende por qué me entreno, me toca un hombro. “Desde que trabajas te has hecho fuerte.” Agacho la mirada. Maria me agarra el pelo de la frente y me da un tirón. “Mírame cunado te hablo”. Está oscuro y Maria se hace la gallita conmigo. Es un poco más alta, ya tiene pecho. Durante un rato me quedo quieto, luego desprendo sus dedos de mi pelo. Se aleja, se da la vuelta, dice: “Mañana, a esta hora, vendré otra vez, tengo que contarte un secreto”. Me quedo solo, la noche refresca en los lavaderos aclarados por los jabones de escamas. Las madres lavan la ropa y también la sangre de las heridas de sus hijos. Recojo mis cosas del tendedero y bajo.
Nota: La fotografía es de Danilo De Marco