Después de atender durante unos
minutos, reconocí que la maldita profesora creía que éramos demasiado bobos y
carentes de imaginación como para llegar “a hacer algo con nuestras vidas”. Nos
pinchaba, instándonos a alzarnos por encima de nosotros mismos. Éramos
demasiado tontos como para querer salir de aquel lugar de sucios trabajos sin
futuro y costumbres provincianas de mente estrecha. No había nada allí para nosotros,
debíamos abrir los ojos y verlo. A su juicio, dejar pronto la escuela para
ponerse a trabajar con las ovejas era más o menos lo mismo que ser idiota.
La idea de que tanto nosotros
como nuestros padres y madres podíamos ser gente inteligente, trabajadora y
orgullosa que se dedicaba a algo que merecía la pena, algo que podía ser incluso
admirable, se le escapaba. Para una mujer que creía que el éxito se demostraba a
través de la educación, la ambición, el afán de aventura y la ostentación de
los logros profesionales, nosotros debíamos de constituir un grupo bastante
pobre. No recuerdo que nadie mencionara alguna vez la palabra universidad en
aquella escuela; de todas formas nadie quería ir: quienes se marchaban dejaban
de pertenecer a aquel lugar, cambiaban y nunca podían regresar del todo, eso lo
teníamos bien claro.
La escolarización era una "salida", pero ninguno queríamos
tomarla, ya habíamos elegido. Más tarde llegaría entender que las comunidades industriales
modernas están obsesionadas con la importancia de "ir a alguna parte" y de "hacer
algo en la vida". Lo que queda ahí implícito es una idea que he llegado a
aborrecer: que permanecer en la comunidad local y desarrollar un trabajo físico
no tiene mucho valor.
James Rebanks - La vida del pastor.
Traducción de María Serrano y fotografías de Carlos Cánovas.
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